Por: Mauricio Flores *

El infierno es este mundo, decía el abuelo. Estamos aquí porque en otra vida nos portamos mal: es nuestro castigo.

Aunque, lo cierto, es que no la pasó del todo mal, el abuelo.

Procuró durante poco más de noventa años el amor a su familia y la honestidad, el gusto por los buenos comeres y beberes, sin llegar nunca, o casi nunca, al exceso ni al desperdicio.

Se empeñó, eso sí, en buenos augurios para todos y tal vez por lo mismo jamás le llegó ningún tipo de cáncer, flagelo que se ensañó con sus parientes más cercanos. Ni cualquiera de esas otras enfermedades, incluidas las del alma, que “surgen por tener resentimientos”.

¿Será este mundo el verdadero infierno?, me pregunto ahora, al tiempo de avanzar en la lectura de El infierno en doce pasos, novela del mexicano Raúl Rodríguez cargada de sangre, dolor, padecimiento, hurto, perversión, cinismo, maldad. Un conjunto de linduras que le toca observar a Alifonso Fanal Castilla, reportero de la fuente policiaca, el personaje eje de esta historia que el autor ubica en una peligrosa Ciudad de México.

Un personaje, una formula, una historia central y algunas más que se van tejiendo que buscan la existencia de ese algo más allá de las primeras realidades, violentas y trágicas.

El mismo título de la narración advierte ya al lector: las estaciones de reconocimiento y aceptación mediante las cuales un enfermo alcohólico asume su yo, el Yo siempre con mayúscula inicial. Realidad que, habrá que anotar, se ha recreado con anterioridad en la literatura mexicana contemporánea y mucho más desde los llamados libros de autoayuda y de superación.

Tiene muchos aciertos este infierno de Rodríguez (también periodista). Logra llevarnos con efectividad a esos mundos oscuros donde el crimen, las adicciones y la reclusión pretenden imponer plan de vida a unos y otros. Expone también una diversidad de cuadros sicológicos recurrentes de la conducta humana. Algo que hace con el sobrado conocimiento del entorno urbano y de la más cercana realidad.

Un crimen por los rumbos de Garibaldi, un asesino serial en la colonia Roma, un microcosmos contenido tras las paredes del reclusorio capitalino… convierten la lectura de El infierno en doce pasos en una experiencia palpable y convincente. No se necesita ser un alcohólico, o “dejar de beber”, para entender quiénes somos en realidad.

El siempre buscado autoconocimiento que tenemos a la mano en la literatura.

Lectura terapéutica también (tanto así que no se detiene al recordarnos: señor, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las que sí puedo, y sabiduría para distinguir la diferencia), esta novela es a su vez resumen de las posibilidades a partir de las cuales acercarnos al citado yo, al espejo, y donde los dilemas más íntimos del personaje, el periodista Alifonso, se suman a la trama policiaca. “El asesino termina de leer la nota. Acaricia con un dedo el nombre del reportero y lo repite en voz alta: Alifonso”, y el lector no puede dejar de estremecerse.

Quién podrá definir con exactitud qué es el infierno: dónde se encuentra… Tal vez este mundo, o tal vez, tan solo, la experiencia de visitar una cárcel.

Escena uno: un voluntario (acompañado de Alifonso) acude al centro de readaptación social del Oriente de la gran ciudad. Practicará con los reclusos ejercicios espirituales de reflexión. Momentos antes de ingresar, pone en su bolsillo un limón “para absorber las malas vibras”.

Escena dos: la visita concluye y, ya de regreso a casa, el voluntario se despide de Alifonso y saca de la bolsa el limón y se lo muestra, “el fruto aquel que había sido verde y jugoso unas horas atrás, está amarillento, enjutado y pardo unas horas después”.

“Mira —me dice conforme lo pone a la altura de mis ojos— esto es lo que pasa allá dentro”.

En el infierno.

Raúl Rodríguez, El infierno en doce pasos, Cangrejo, Colombia, 2020, 262 pp.

* @mauflos