Por: Mauricio Flores *
Uno. Un libro de cuentos es como una trenza multicolor, independiente de sus tonos y texturas, hilada con elementos independientes que al final conforman un todo. Tejido, en los mejores casos, donde la mano, sentido y rumbo de quien lo consigue se hace presente de diferentes maneras: perturbadoras, entrañables, reveladoras, bellas.
Dos. Suele hablarse de la preeminencia de la novela por sobre el cuento, la poesía y el ensayo. Muchos de los escritores y las escritoras, distintos espacios y geografías, comienzan su inserción en el medio con un libro de cuentos. Pasan de ahí a la novela, aunque puedan volver luego al principio. La manera inversa es menos recurrente. Novela, cuento.
Tres. Cuál sería, en el sentido anterior, la experiencia de Inés Arredondo, Clarice Lispector, Herta Müller, Armonía Somers, Blanca Varela, Marosa di Giorgio, María Auxiliadora Álvarez, Anne Carsons… (Es pregunta). Y pongamos solo a estas ocho escritoras, no más, señaladas por Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) como las que han “acompañado” su formación.
Cuatro. Cuál sería la experiencia de muchas otras narradoras, y hasta la de algunas de las que acompañan en tiempo la de la misma Ojeda (Valeria Luiselli, Mariana Enríquez, Fernanda Melchor, Samanta Schweblin, Mariana Torres, Laia Jufresa…) que tiende más a la segunda. A saber. Publicó La desfiguración Silva, Nefando y Mandíbula, novelas, antes que este Las voladoras, hasta ahora su libro de cuentos más redondo, tópico, estilístico y no una simple reunión de narraciones ya publicadas en otros medios.
Cinco. “Este”, Las voladoras, Páginas de espuma, que en las mesas de novedades a nuestro alcance habrá de colocarse al lado de Nefando, salido de las prensas de la oaxaqueña Almadía haca poquito más de un año. O sea, nada, si consideramos que los últimos meses han sido poco propicios para el óptimo desarrollo de la literatura y su promoción, una pandemia golpea a la humanidad, o mejor casi ideales para leer cada vez más y más. Esto último también a manera de interrogación.
Seis. Novela experimental, utiliza la existencia de un videojuego para contar historias de infantes, adolescentes y jóvenes, Nefando (“libro original, complejo y transgresor”: Bernardo Esquinca) dialoga en su página 50:
—¿Sabes cuál es la diferencia entre un albur mexicano y un albur español?
—No.
—En México un albur es un juego de palabras que puede tener un doble y hasta un triple sentido. Es la ambigüedad y sus entrañables riquezas. En cambio, para los españoles, un albur es un riesgo, una contingencia.
—Ya veo.
— ¿Y sabes cuál es la diferencia entre el cuco ecuatoriano y el cuco español?
—Creo que sí.
—Te lo diré igual: cuco es, para los españoles, algo bonito, algo tierno. Pero en tu tierra, ya lo sabes, el cuco es el monstruo que se come a los niños que no se quieren ir a la cama.
Siete. Así de bien parecen entenderse los hispanohablantes. El hilo de la literatura los anuda. Como vertebrados por la mujer y la magia, la tradición y la esperanza se entienden las narraciones de Las voladoras, horror y belleza a la que se le considera ya como “el gótico andino”. “Mitologías, símbolos ligados a un determinado paisaje de montañas y páramos a tres mil metros de altura…”, las palabras con las que la ecuatoriana Ojeda explica su oficio.
Ocho. Qué horror y belleza puedan “pertenecer a la misma familia” lo comprueba Las voladoras, específicamente “Cabeza voladora”. En los espacios de un feminicidio más, la narración inquieta al lector al tiempo de optar por la repulsión y la atracción. Reconocimiento de lo ajeno en ella misma creciendo igual que un vientre lleno de víboras. ¿No suele el sustantivo placer acompañarse del adjetivo insano?
Nueve. Si alguien más del que aquí escribe se habrá preguntado cómo es el ruido del universo, cuestión banal, si se quiere, puede acudir al nuevo libro de Ojeda en “Slasher”, como las otras siete narraciones contenedoras de tradición e historia acumulada a lo largo de los muchos o pocos años; de mito ancestral a crónica de nuestros días.
Diez. Cualquier sonido podía resultar inquietante según el contexto, pero había algunos que hablaban de tiempos antiguos donde el temor ere reverencial. «El ruido más alto de la historia fue el de un volcán estallando», le dijo Paula. «Dicen que dejó sordos a marineros que estaban muy lejos de la erupción, ¿puedes creerlo?». El ruido más alto que Bárbara había escuchado era el de su madre gritando toda la noche después de haberse roto la cabeza contra el váter. «Un grito es un cráneo mordido», le susurraba su hermana que no podía oír los pasos rápidos en el corredor ni los golpes de las cosas al caerse. «Es un fantasma orinándose encima de todos los tímpanos».
Once. Pero hay más en Las voladoras. Ya descubrirá el lector. Además de palabras: gestos. El rezo de los árboles… La arquitectura personal del luto… La confluencia entre admiración y envidia… El llanto, alimento de la piedra y el desierto… El primer sonido que un cuerpo escucha, el latir de su propio corazón…
Mónica Ojeda, Las voladoras, Páginas de espuma, México, 2021, 126 pp.
* @mauflos