Avándaro, 51 años después
Mauricio Flores
Yo no estuve en Avándaro.
Mi hermano, y sus amigos, sí.
Se fueron medio a escondidas con un poquito de dinero, cobijas de lana y algo de comer, beber y fumar, como quien va al cerro de excursión y no a convertirse en actores de una de las mayores representaciones contraculturales en contra de las estructuras de poder, vigentes por entonces en la sociedad mexicana.
Fue en septiembre de 1971.
Hace cincuenta y un años.
Un festival de rock, similar al de dos años atrás en el gabacho Woodstock, que desbordó todos sus presupuestos y todavía ahora genera nostalgias, polémicas, interpretaciones y narrativas como las que obsequian en Yo estuve en Avándaro, Justino Compeán, Luis de Llano, Federico Rubli y Graciela Iturbide.
Los cuatro presentes en la húmeda y boscosa zona del Estado de México donde, por 25 pesos, alrededor de 300 mil jóvenes escucharon en dos días a grupos de rock mexicano como La División del Norte, Los Dug Dug’s, Peace & Love, Los Yaki, Three Souls in my Mind y más.
Yo estuve en Avándaro (Trilce: Déborah Holtz y Juan Carlos Mena al frente) es un libro completo.
De gran formato, algo incómodo pese a su garantizado disfrute, que reconstruye cada etapa del festival, de rock y ruedas, desde su planeación, casi una ordinaria ocurrencia, hasta su ulterior satanización de parte de los medios de comunicación, ceñidos al régimen autoritario.
Sistema (priista, tricolor) que ensanchaba a ritmos acelerados su alejamiento de la sociedad, y específicamente de los jóvenes, a un tiempo los encargados de la búsqueda de nuevos espacios de libertad.
Frescas estaban para esas fechas las experiencias de 1968, el gran movimiento estudiantil, y del 10 de junio anterior, la represión en San Cosme, por los rumbos de la Normal de Maestros y el IPN.
Testigo de que Yo estuve en Avándaro, Graciela Iturbide reproduce en el libro decenas de los registros fotográficos hechos en aquellas fechas si bien, como adelanta, no conocía absolutamente nada de música de rock.
Pero el espectáculo me impresionó y me dediqué a tomar fotografías de todo lo que veía.
¡La locura!
Qué vio Iturbide.
El infierno… Encueramiento… Mariguaniza… Degenere sexual… Mugre… Pelos… Sangre… La locura… Libertinaje… Mari, mari, mariguana…
¿Eso?, al menos lo que reportaron los medios de entonces.
O lo que sostiene Rubli:
El festival demostró dos facetas de la condición humana que terminaron por darse un encontronazo: por un lado, la solidaridad, la armonía y la convivencia pacífica, y por el otro, el instinto de sobrevivencia política de intereses particulares a cualquier costo.
Avándaro ofrece así un terreno fértil de análisis y reflexión para sociólogos, sicólogos sociales y politólogos. En particular, para los estudiosos de la comunicación la campaña de difamación y manipulación en los medios debe ser un ejemplo de hasta dónde puede llegar el poder de los ‘mass media’ cuando están subordinados al servicio de intereses gubernamentales.
En este mismo Yo estuve en Avándaro, no el único registro editorial de la experiencia, se advierte sobre el vacío acerca de los testimonios fílmicos realizados por la entonces Televicentro, guardados en alguna bodega, no sabemos dónde, revela Del Llano.
¿En alguna bodega de Tijuana o Los Ángeles?, vayan ustedes a saber.
En espera de nuevos testimonios y estudios, la historia siempre como un ejercicio vivo, el libro representa lo más cercano a Avándaro.
Una manera de estar (cincuenta y un años después) ahí.
Graciela Iturbide, Federico Rubli, Yo estuve en Avándaro, Trilce, México, 2022, 180 pp.
@mauflos